Reseña de Clemente Riedemann
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Antonia Torres gesta y configura su personalidad literaria en el ambiente privilegiado de una biblioteca ya filtrada de obviedades, como hija de escritor que es. Los libros están muy cerca de ella desde pequeña, susurrándole al oído extrañas palabras, como un grillo en la noche infinita de la divagación existencial.
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El libro epigrafea con Montale, continúa con un semioculto Salinger, Andre Racs en la memoria, pero Eliot en la cita, Pizarnik le habla de esquizo, y Cisneros quizás en lo mismo, para cerrar la compañía con Cuasimodo, quien le regala el título del libro. Acaso un conjunto hostil entre si mismo, de todas modos exigente para una debutante. No hay lugareños en su baranda. La diatriba paterna pudo ejercer su efecto y también su gravitante verbo distanciado: “Déjese en paz musitar los febriles delirios” (Advertencia, p. 11);
Pero ello no siempre es un punto a favor. Exceso de referentes al comienzo del camino puede estropear el néctar. Se requiere de temple psicológico e intelectual para sobrepasar las vallas del rigor y la observancia a veces inhibitoria de los autores antecedentes, especialmente cuando se les tiene cerca de un modo inevitable. Pero ella lo consigue o cuando menos lo postula categóricamente desde Las Estaciones Aéreas, su obra inaugural: “Sólo restos/ pedazos dispersos de un libro benévolo / materia encontrada al azar para leer las señales, / el íntimo mapa de la existencia.” (Segunda inmersión, p. 26). Una muy madura percepción de la escritura poética, acaso demasiado escepticismo para una joven, pero he ahí el efecto de la buena lectura, que es como una transfusión de sangre del bagaje humano en la tierra;
¿Cómo lo hace? Junto con sacar provecho de la vecindad dorada de una bibliografía de selección (para una joven no es lo mismo estirar la mano y sacar un Coelho que sacar un Salinger ); del patrimonio de habitar una ciudad particularmente dotada con la sensibilidad de los viejos arcanos (no es lo mismo ser joven en Valdivia que serlo en Tinguiririca; o, dicho de otro modo, no da lo mismo ser hija de Jorge Torres que serlo de cualquier otro vecino); de la maña que se otorga para abrir el legajo de la tradición e instalar un discurso distintivo, minimalista, preñado de fresco pensamiento, desde el cual el espacio se observa desde ángulos alternativos : “zambullirse en este río…/ desde donde toda perspectiva es mejor y más bella…/ mi nariz asomándose a la existencia / o un paréntesis de ella” (Primera inmersión, p.13); Como un fotógrafo que busca que los objetos le hablen, en lugar de captarlos desde la acomodada cuadratura de “lo correcto”;
Antonia Torres llegó a un primer libro bien a salvo de la tentación emocional, que hace bien a la vida pero no tanto a la literatura. Esta requiere de ideas para autosustentarse y proseguir una tradición. Es decir, llega con ventaja leída y reflexionada a la “apertura de temporada”. Por eso busca espacio para posar la mirada en los intersticios, en el detalle estratégico, no en los personajes, sino en la manera en cómo éstos se inclinan, decaen, recobran aliento y fulgor, desinteresada de la compostura que no distrae: “en la fotografía / aparecen borrosos mi padre y su amigo / en cuclillas para igualar el aire de mi lente” (Segundo andar, p.34);
Su tiempo no es lineal, ni compacto. Ella segmenta el año en sus estaciones e identifica en cada una de ellas la temperatura, el color, los sentidos temporales de la palabra. Hay algo de escepticismo en ese gesto. ¡Qué duda cabe! Las estaciones reciben las palabras, incluso las mismas, pero de distinto modo: “cuando la tarde primaveral trae un ala retorcida”; “y el verano es un dedo de polvo” (Introducción, p.8); “como siesta empozada en invierno” (Todo libro es una cazador furtivo, p.12); “la tarde y su rojez de otoño avergonzado” (Tarde vertical, p.17). Y recupera así la novedad de la vida en su contexto más exigente, el de la dimensión cotidiana, construyendo universos a partir de sus micro magnitudes. Sorprende en este primer libro la cantidad de melancolía y eternidades que la autora descubre en esos vuelos sobre la efimeridad;
Comparado con otros primeros libros de poetas mujeres del sur, pónte tú, la Rosabetty Muñoz de Canto de una oveja en el rebaño (1981); o la Maha Vial de La cuerda floja (1985); o la Roxana Miranda Rupailaf de Las Tentaciones de Eva (2003), Las estaciones aéreas (1999) aparece como un volumen con menos resolución estructural (de hecho es otro libro a partir de la página 24, con el poema Ciudad que viaja hacia adentro y el abandono de los epígrafes y citas prestigiosas; además, no titula los poemas de apertura y de cierre, indicio de exploración "en vuelo", mas que itinerario establecido). Pero a cambio ofrece una problemática nueva, sobre todo sintáctica. Alejada de la temática evangélico-metafórica (Muñoz), genérica (Vial) y étnica (Miranda Rupailaf), Antonia Torres postula una perspectiva puramente intelectual. En su libro no vive Dios, ni la mujer, ni la etnia. Sólo una personalidad intelectual que funda su identidad en la palabra. Quisiéramos ver expandido su verso en prosa poética liberada de las condicionantes respiratorias y efectistas del verso cortado. A partir de Saint-John Perse, por ejemplo, pues pensamos que ese formato liberaría un flujo dialéctico que intuimos potente, pero constreñido en este primer libro por el verso convencional en escalerita;
Sobre el final, Antonia Torres recupera la noción topográfica de la poesía como un instrumento guía en la decodificación de las realidades, es decir como representación (el mapa no es el territorio): “No hay retorno en este bosque / Habrás perdido el mapa o ya no sabrás leerlo…” (Poema final, p.36 o casi)
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Torres, Antonia (1999). Las Estaciones Aéreas. Ediciones Barba de Palo. Valdivia;
Reseña de Clemente Riedemann;
Proyecto de investigación Antropología Poética del Sur de Chile; Fondart Regional, 2008:
SURALIDAD EDICIONES, 2008;
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