Fotografía de Mariana Matthews
Claudia Arellano Hermosilla
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La mujer que escribe puede empezar, como dice Lucy Irigaray, a defender su deseo. Y, para hacerlo, el instrumento con el que cuenta es el concepto, porque al defender su deseo puede encontrar lo que busca, su verdadero lugar en el mundo, uno que la defina y ubique en otro lugar diferente al que hasta ahora ha tenido. Y el deseo de estar en un nuevo espacio (real o ficticio) se vincula con la libertad de elegirlo.
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Otro de los temas que se ha instalado en los últimos años es si existe un “arte de mujeres” o un “arte femenino”. El primero habla de un objeto artístico hecho por una mujer. El segundo hace referencia a obras de mujeres cuyos contenidos remiten a una conciencia de género, evidenciando un discurso de resignificación de lo femenino. Estas categorías, al separarlas, dividen el imaginario que existe entre quienes producen arte desde el ser mujer y aquellas que lo componen con una carga teórica feminista previa. Ambas posiciones, en mi opinión, potencian, sostienen y contienen, el valor analítico en el que la creación -como productividad textual de contenido- y la(s) identidad(es) de la artista presentes en la obra, van construyendo y reconstruyendo los símbolos de lo femenino, reflexionando sobre el estado de las cosas, de los sistemas de representación dominantes sobre la mujer, el género y la diferencia sexual.
En ambas categorías se evidencia la acción y la generación del ser. Cuando nombramos algo, haciendo referencia a la ontología del lenguaje (Echeverría 1998), resaltamos su existencia, la individualizamos, afirmamos su singularidad. Por el contrario, las personas o cosas que no se nombran permanecen ocultas, como telones de fondo. Este proceso de reconocimiento a través del concepto –inscrito en el objeto artístico- no sólo trasluce las representaciones de la realidad de la artista sino que también favorece la expansión hacia nuevas realidades e identidades. La recursividad de nombrar significa volver a sí misma, observarse y reflejarse sobre el objeto creado, sea escritura, pintura, escultura. Es el efecto refractario que, al mirarse en el objeto creado, hace aparecer la condición de enunciado y enunciación, el ser y el sentido, nuevas representaciones, nuevas imágenes de sí misma, reelaborando la significación de la existencia, evitando de esta forma la naturalización de los discursos y de la práctica poética. Esto permite que todo arte mantenga su vigor como discurso en la medida que no se congela como a-histórico y tome conciencia de la metamorfosis constante de su identidad.
Existe una conciencia del ser humano en el arte, en todas sus disciplinas, que en algunos casos adquiere forma femenina o masculina y, en otros, tomará ambas. En los poemas de Rosabetty Muñoz, por ejemplo, observamos este juego ambivalente. Su palabra se conecta con el ser humano universal desde una identidad masculina al emplear un lenguaje racional, aséptico, conceptual. Pero a la vez aparece un corpus femenino que textualiza y se representa hablando de la maternidad: “Es mi hija la que acude / desde tiempos ignotos / para acariciarme lentamente. / Desearía que el universo se estacione / aún a costa de catástrofes siderales / porque ella no se aleje / para que su mano permanezca / como un bálsamo.” (Muñoz 1994).
Estas identidades tanto femeninas como masculinas son fuerzas relacionales que interactúan entre sí como partes de un mismo sistema. Julia Kristeva (1974) afirma que la escritura pone siempre en movimiento el cruce interdialéctico de varias fuerzas de subjetivación. Por un lado, existe la fuerza racionalizadora - conceptualizante - estabilizante (masculina); y por otro, la fuerza semiótica - pulsional - desestructuradora (femenina). Esta autora señala que ambas fuerzas co-actúan en todo proceso de subjetivación creativa. En este proceso convergen flujos continuos entre caos y equilibrio, entre concepto y pulsión, generando lo que Ilya Prigogine (1983) llama “estructuras disipativas”, una circularidad de formas y contenidos tanto racionalizadores como pulsionales, que permite la transferencia temporal en la capacidad de actuar y de escribir. Como lo señalaba Virginia Woolf en 1929 en su obra Un cuarto propio ”resulta fatal para el que escribe pensar en su sexo… hay que ser masculino-femenino o femenino-masculino” (Woolf 1993).
La mujer, en la poesía, persigue comunicarse con su lenguaje desde su deseo y su espacio, teniendo presente que intenta expresar su(s) identidad(es) inmersa (s) en un contexto social que la objetiviza a través de sus representaciones. La mujer que escribe puede empezar, como dice Lucy Irigaray (1985), a defender su deseo y, para hacerlo, el instrumento con el que cuenta es el concepto, porque al defender su deseo puede encontrar lo que busca, su verdadero lugar en el mundo, uno que la defina y ubique en otro lugar diferente al que hasta ahora ha tenido. Y el deseo de estar en un nuevo espacio (real o ficticio) se vincula con la libertad de elegirlo. Siguiendo a Gatari Spivak (2009), “imaginarte a ti misma, realmente dejarte imaginar sin garantías, por y en otra cultura, quizás”.
Este concepto puede forjarlo una autora, como observa Silvia Bovenschen (1986), aunque el medio del que se tenga que valer la palabra o la estética no sea propio, ni haya sido elegido conscientemente por ella. Con el tiempo y con la práctica del discurso la mujer de todos modos lo está haciendo suyo, se está apropiando de él y le permite dejar su huella, porque existen varias estrategias que pueden favorecer la verbalización de la mujer.
Podemos entender que este lenguaje de las mujeres utilizado en el arte de la poesía es una estrategia, una respuesta a una situación dada, un instrumento que la artista utiliza para comunicar sus yoes frente a otros y a otras. De esta manera ejerce su libertad de expresión y su derecho a cuestionar los mandatos, abriendo el camino no sólo para nuevas generaciones de mujeres artistas sino también para el arte en general. La mujer deja de ser lo otro para posesionarse de un espacio propio en el mundo creativo, incorporando una nueva fuerza de vida, propiciando la verdadera duplicidad de lo femenino/masculino, no como opuestos, sino como complementarios.
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Referencias.
- Bovenschen, Silvia (1986) ¿Existe una estética feminista? en Estética feminista, de Gisela Ecker. Barcelona, Icaria Editores.
- Echeverría, Rafael (1998) Ontología del lenguaje. Santiago. Dolmen Ediciones. La ontología del lenguaje señala que los seres humanos son seres lingüísticos; el leguaje genera ser y es acción, los seres humanos se crean a sí mismos en el lenguaje y a través de él.
- Irigaray, Lucy (1985) Ese sexo que no es uno. Madrid. Editorial Saltes.
- Kristeva, Julia (1974) La Révolution du languaje poétique. Paris, Seuil.
- Muñoz, Rosabetty (1994) Baile de señoritas. Valdivia. Ediciones Kultrún.
- Prigogine, Ilya (1983) ¿Tan sólo una ilusión? Barcelona. Editorial Tusquets. Según el autor, el cosmos, el ser humano, viven en armonía con la entropía, no en oposición a ésta. Como sistemas abiertos, vivimos entre equilibrio y caos y esta tendencia giratoria al margen del equilibrio nos asegura el crecimiento y la creatividad.
- Spivak, Gatari (2009) Muerte de una disciplina. Santiago, Editorial Palinodia.
- Woolf, Virginia (1993) Un Cuarto Propio. Santiago. Editorial Cuarto Propio.
(c) SURALIDAD 2010.
(c) Claudia Arellano Hermosilla, 2010.